UN PUEBLITO EN HONDURAS

Hace muchos años, más de los que él quisiera recordar, visitó un pueblito muy pobre en Choluteca, enclavado en medio de carreteras polvorientas y enormes fincas meloneras. Hector, un ingeniero agrónomo de profesión y con una especialidad en administración de empresas agrícolas, era el gerente regional para el norte de Centroamérica de una prestigiosa transnacional frutera que, por aquellos días, andaba de visita de inspección en las zonas productoras y exportadoras de melón pues, en ese momento, la exportación de esa fruta estaba en su apógeo en toda la región del sur de Honduras.

Lo que llamó su atención de ese pueblito fue su escuelita, igualmente pobre con un solo maestro y con unos 30 niños de primero a sexto grado. La escuelita se llamaba, y esto fue lo que realmente le sorprendió pues Hector era costarricense, Escuela República de Costa Rica. Y quedó también muy impresionado porque, a pesar de la evidente pobreza, la escuelita estaba bien ordenada y limpia y administrada por un maestro no mayor de 35 años, lleno de vitalidad y entrega por lo que hacía a pesar de las enormes limitaciones que enfrentaba.

De regreso a San Pedro de Sula, donde vivía y tenía sus oficinas centrales, empezó a sopesar las alternativas del cómo podía ayudar a aquella escuelita; y para cuando regresó a ese pueblito, dos semanas después, habló con el maestro sobre una ayuda mensual de 1000.00 Lempiras (una suma muy modesta) para lo que él considerara oportuno para su labor. El maestro muy amablemente le agradeció la oferta, pero le dijo que tenía que hablar con un comité de vecinos para que le autorizaran la donación. Habló con ellos, todos campesinos que trabajaban en las grandes fincas meloneras y, según me contó, tremendamente amables. Le aceptaron la oferta y acordaron que, por medio del empleado que su empresa tenía en Tegucigalpa, les harían llegar la donación mensualmente. De hecho, en ese momento hicieron entrega de los primeros 1000.00 Lempiras y, a cambio... ¡Le dieron un recibo escrito a mano en una hoja de cuaderno!

Hector continuó con sus labores en San Pedro Sula, pero también seguió visitando Choluteca por un tiempo hasta que terminó la temporada exportadora del melón. Posteriormente, se dedicó a visitar tanto El Salvador como Guatemala para desarrollar los proyectos de la empresa para la que laboraba, pero la donación a la escuelita seguía siendo enviada y entregada a los vecinos de forma puntual todos los meses desde su oficina en Tegucigalpa.

Un día la contadora de la compañía lo llamó para informarle que quería entregarle unos papeles; y cuál fue su sorpresa que eran 35 páginas todas escritas a mano en hojas de cuaderno. Once páginas eran los recibos de once meses por el dinero y 24 páginas (dos por cada mes, incluyendo la primera donación) con un detalle mensual de los gastos que se incurrieron y se pagaron con el dinero. Como hombre de empresa y a sabiendas de lo que significa el orden contable, quedó gratamente impresionado por el sencillo reporte y por la rectitud con la que aquellos campesinos detallaban hasta el último centavo de sus gastos; incluyendo uno que todos los meses se repetía
"ahorro para fiesta de fin de año y graduación": 100.00 Lempiras. Con los papeles también recibió, escrita por el maestro, la invitación para que visitara el pueblito y participara en la referida fiesta como invitado de honor.

Por razones laborales y personales, Hector no tuvo posibilidad de ir a la fiesta, pero el empleado que tenía en Tegucigalpa sí asistió en representación suya y de la compañía. Después le contó Benjamín - que así se llamaba su empelado -  que había sido una actividad muy alegre y que hasta comidas a base de gallina, elotes y “chancho” habían compartido. Pero lo más importante había sido la entrega de regalos a los niños y la algarabía que aquello, por ser sorpresa, había desatado en la chiquillada.

¡Les alcanzó hasta para los regalos de fin de año de los niños...!

Les cuento esta historia porque, tal y como Hector me lo contó, esa gente pobre, peones de fincas meloneras con un nivel educativo muy bajo y muy sencilla en su forma de ser, tenía algo que deberíamos de tener todas las comunidades de nuestros países: eran muy organizados y fiscalizaban el gasto de hasta del último centavo que recibían. Y todo el dinero que recibían para su escuelita lo invertían precisamente en su escuelita y en sus niños. Para nada más.

Hector terminó su contrato de siembra y exportación de melón un par de años después y regresó a Costa Rica. Nunca más supo de ese pueblito hondureño ni de su escuelita, pero hoy, tantos años después de que me la contó, he recordado esta anécdota porque he pensado que nuestros paises centroamericanos estarían mucho mejor si todas las comunidades nos organizáramos y lleváramos un control ciudadano de todas las actividades que nos atañen. Si queremos países pujantes y que salgan de los profundos problemas económicos y sociales que nos aquejan, deberíamos de imitar a ese pueblito de campesinos hondureños perdido en las calientes llanuras de Choluteca. 

Muchas veces las soluciones, o las ideas para encontrar soluciones a nuestros problemas como países, están en las cosas más simples o sencillas y en nuestra capacidad de organización comunal para implementarlas.

¡Ese pueblito hondureño, y a pesar de las penurias que vivía y vive ese país, es la muestra fehaciente de que, si se quiere y nos organizamos, se puede!




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